Nunca llueve en el sur de California

Entonces, ¿por qué estoy pensando en irme?

He dejado muchos lugares y personas en mi vida. 

Me he ido de buena gana. En disgusto. Sin pensarlo. Protestando. Me he ido sin mirar atrás. 

He dejado mi país. He dejado mi hogar. He dejado a mi familia. He dejado amigos. Novios. Mascotas. Dormitorios. Apartamentos. 

Incluso dejé un marido. 

Viendo hacia atrás, me parece que existo en un estado constante de partida, una perspectiva agridulce, si me soy amable. Pero tengo que serlo, porque sé que no soy cruel ni insensible. Porque sé que cada vez que dejo algo, corro hacia algo mas. Algo nuevo. 

Anhelo esa novedad con tanta intensidad que adormece el dolor de perder lo que dejo atrás. Siempre ha sido así. Hasta hace poco, creí que siempre lo sería. 

Últimamente, ese anhelo -- el anhelo de partir -- se ha abierto paso desde los oscuros rincones de mis entrañas. Se ha abierto paso a través de mi piel y la ha recubierto, como si me estuviera preparando para mudar de piel, serpenteante, una vez más. 

Resbaladizo, espeso, caliente, me pesa a donde sea que voy.

"Vete", me canta, cuando me topo con tráfico en la autopista. Y subo el volumen de la música. 

"Vete", susurra cuando la conversación se detiene en una reunión social. Y me sirvo otra copa. 

"Vete", grita, mientras me entretengo mecánicamente con mis "matches" en Hinge. Y me obligo a responderles. 

Me resisto. Creo que lo he hecho por años. No sé por qué. 

¿He cambiado? ¿Me he transformado sin darme cuenta de "la chica que se va" a "la chica que se queda"?

¿O es que, esta vez, sé que perder lo que voy a perder me dolerá como nada me ha dolido antes? 

Tiene sentido, y, sin embargo, me pregunto cómo es posible cuando, como ya he dicho, he dejado a un marido. ¿Podría dolerme más dejar Los Ángeles? ¿Qué diría de mí si así fuera?

No importa. Preocuparme por lo que mis sentimientos dicen de mí sería inútil. Puedo reprimirlos, negarlos o resentirlos, pero ¿cambiarlos? No. Sólo puedo intentar comprenderlos. 

Así que esto es: mi intento de entender qué tiene esta ciudad, mi vida aquí, que hace que la idea de dejarla duela tanto. Empezaré por lo obvio.

El sol. Mucho se ha dicho, escrito y cantado sobre él. Algunos lo llaman "el oro de los tontos". Personalmente, creo que los fundadores de Tinseltown nos hicieron un favor a todos cuando persiguieron el sol hasta California. Y por "nosotros" me refiero a cualquiera lo suficientemente loco o herido como para probar su suerte en Hollywood: actores, escritores, directores, músicos. Sin este suministro inagotable de sol, la oscuridad nos habría tragado hace mucho tiempo. A menudo todavía lo hace. 

Mis amigos. Vivir en Los Ángeles puede ser terriblemente solitario, a pesar de que ésta es una ciudad a la que 3,8 millones de personas llaman hogar. De todas esas personas, casi el 40% han nacido en el extranjero. De todos estos trasplantes, una buena parte están, como yo, persiguiendo un sueño imposible. Hambrientos de validación, de reivindicación, de una oportunidad de autoexpresión al más alto nivel, venimos aquí porque no hemos encajado en ningún otro sitio. Venimos aquí sintiéndonos como peces gordos que abandonaron sus estanques demasiado pequeños, sólo para ahogarnos en las enormes profundidades de nuestras tempestuosas nuevas aguas. Puede tomar mucho tiempo recuperar el aliento. Pero cuando lo haces, si te quedas el tiempo suficiente, te das cuenta de que no estás solo. Hay otros como tú, muchos de ellos, cada uno aguantando su propia tormenta. Quizás uno de ellos te suba a un bote salvavidas. O quizas tú los subas a ellos. Pero al final el bote está lleno y han pasado por algo juntos -- todavía están pasando por ello -- y, de repente, este lugar solitario ya no lo es tanto.

El sueño. Me estremezco al sólo escribirlo, pero sospecho que ese asco se debe a lo real que es. Dejar Los Ángeles es como renunciar a un sueño que me ha definido. Que me ha dado un propósito. Ser escritora en el sur de California -- como Joni, Joan, Stevie, Cass y Greta -- dar testimonio, dar voz del espíritu de la época, es un sueño tan profundamente grabado en mi mente y en mi corazón que parece permanente. Y sin embargo, no es el sueño en sí, sino sus particularidades, lo que dejaría atrás. No el "qué", sino el "dónde" y el "cómo". Desde ese punto de vista, no me parece tanto tirar la toalla como cambiar de táctica en la última entrada, algo arriesgado pero, por lo que sé, necesario. 

Temo que mi sueño se pierda a la geografía. 

Que mis amigos me olviden.

Que el sol queme cualquier rastro de mi presencia. 

Temo no volver nunca al único lugar que siempre se ha sentido como mi hogar. El único lugar del que nunca imaginé querer irme. 

Pero sentada aquí, creo que por fin veo qué es lo que estoy siendo llamada a dejar. Soy yo, o una versión de mí que se está desvaneciendo. La chica que fui durante 9 años - solitaria, a la deriva, hambrienta. Esperando que su sueño caiga en su regazo. 

Tal vez por eso me quedo, porque la quiero, porque me parece un pedido imposible arrugarla, desecharla y no mirar nunca atrás, cuando eso nuevo hacia lo que corro es un nuevo yo. 

Y aún no sé como se ve. 

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