Treintañera, coqueta... ¿Prosperando?

Perderme (y perder mi teléfono) en el extranjero

Hace unos días cumplí 30 años en Barcelona. Llevaba casi todo el año esperándolo con ansias (o almenos intentándolo). Llegar a los 30 siempre formó parte del plan. Llegar a los 30 como lo hice— divorciada, en paro e inestable—no lo era.

Así que mientras el reloj avanzaba sin piedad, pensé: "Al menos hagamos un viaje. Vayamos a algún sitio innegablemente increíble, donde me lo pase innegablemente con madre". Todavía tenía trabajo cuando empecé a planear el viaje, y cuando me despidieron, mi primer pensamiento fue: "Ya no puedo ir". Mis padres—lindísimos y comprensivos—me tranquilizaron y me sugirieron que fuera. Que fuera y que disfrutara cada minuto. Decidí intentarlo. Y asi fue como, a mitad de mi viaje de dos semanas, en Oporto (Portugal), me robaron el bolso. El bolso... y el teléfono, la cartera, las gafas de sol, los auriculares... incluso mi puto pintalabios nuevo. 

Estaba con mi compañera de piso, con una botella de vino tinto vacía entre las dos, acabando de ver la puesta de sol en un parque lleno de desconocidos. Había sido precioso, y la noche era joven y fresca, y habíamos hecho amistad con otros dos turistas, uno de España y otro de México, como nosotras. En mi borrachera, me había lanzado a confesar lo desconectada que me sentía de la vida, de mis propios pensamientos. Dije que necesitaba un descanso de las redes sociales, o quizá algo más radical: desconectarme por completo. El tiempo pasó volando, nos invitaron a tomar (más) copas y, cuando nos levantamos para irnos, se cumplió mi deseo. Mientras hablaba hasta por los codos con mis nuevos amigos, me robaron el móvil y todo lo demás, y me quedé instantánea e inesperadamente desconectada. Durante la siguiente etapa del viaje, una semana entera, me esforcé al máximo por no dejar que aquello arruinara mi estado de ánimo. Fracasé una y otra vez.

Nos alcanzó otra de mis mejores amigas, y yo quería que las tres lo pasáramos bien. Faltaban pocos días para mi cumpleaños y me parecía ridículo que algo tan material como un teléfono o una tarjeta de crédito pudiera arruinar algo tan intangiblemente especial como un viaje con mis mejores amigas. El viaje no se arruinó, ni mucho menos, pero sí mi capacidad de disfrutarlo plenamente.

Durante 7 días, me encontré robando los teléfonos de mis amigas para pasar un rato en línea: un minuto aquí, un minuto allá, lo que pudiera conseguir. Como un drogadicto ansioso por su siguiente dosis, conseguía dopamina publicando historias cada que el momento lo permitía. No podía evitarlo, y me avergüenzo de ello. Pero soy lo que soy y supongo que todos lo somos, actuando perfectamente felices en línea mientras somos imperfectamente humanos fuera de ella.

Me traje a casa algo más que fotos sacadas de los teléfonos de mis amigas: recuerdos, nuevas perspectivas, chucherías y media docena de souvenirs que me encantó elegir para mis seres queridos. Me traje la certeza de que tengo dos grandes amigas que fueron mis salvavidas y evitaron que me ahogara en mi negatividad y, literalmente, que me perdiera. Me sentía como una carga y, sin embargo, me llevaron a cuestas todo el camino, sin quejarse. Y me traje algo más. Algo crudo y nuevo: un sentido de lo que hay que cambiar—no externamente, sino en lo más profundo de mí—para que cuando las cosas no vuelvan a salir como yo quiero (que no saldrán, porque así es la vida) pueda soportarlas mejor. Pueda ser mi propio salvavidas. Vigilando desde la orilla, dispuesta a saltar a las aguas rocosas para arrastrarme fuera, hinchada, azul y temblando, pero aún, por suerte, respirando.

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